Ella abrió los ojos, levantó la cabeza y me miró desorientada, como si no recordase quién era yo o dónde estaba. Volvió a dejarse caer sobre mi pecho y posó la mano derecha sobre él. Oí que suspiraba.
- Es
lo mejor -dijo, más para sí misma que para mí.
- Sí
-asentí yo.
Me
gustaba poder sostenerla tan cerca de mi corazón. Era como si, de
esta manera, pudiese protegerla de todo el mal que había fuera, al
otro lado de la ventana en la que había empezado a nevar hacía unas
horas, en el mundo real. Y realmente así era, mientras pudiese
mantenerla conmigo, como si fuese mi bella durmiente en nuestro
propio cuento de hadas, nadie más podría hacerle daño. Pero sabía
que yo tenía el poder de dañarla más que ninguna otra persona del
mundo. Por eso le pedí que se marchara. Tenía que salvarla de mí
mismo. Ella lo sabía, y por ese motivo se levantó, cubrió la
delgadez que había estado expuesta a mí durante demasiado tiempo
con prendas oscuras y se fue.
Cuando
se marchó sonreía como lo haría un payaso mientras durase su
función. La vi perderse en un mar de personas grises a través de la
ventana. Su sombra se marchó detrás de ella, pero su fantasma se
quedó conmigo durante mucho tiempo.
Me
despertó su voz diciendo algo que no entendí hasta que tuve
conciencia de dónde me encontraba. “Márchate”, había dicho,
“Márchate, pequeña”. Le miré a los ojos y vi que lo decía de
veras. Volví a apoyarme sobre su corazón y, mientras lo escuchaba
latir, traté de convencerme a mí misma de que aquello era lo que
tenía que hacer.
- Es
lo mejor.
- Sí
-dijo él. Había una nota extraña en su voz, pero no pude
descifrar si era tristeza o algo distinto.
Mientras
me incorporaba lentamente no podía evitar pensar sobre qué sería
peor: quedarme con él o desaparecer y no volver nunca, como si yo no
hubiese sido nada más que un copo de nieve que, tras derretirse
sobre la palma de una mano amiga y evaporarse su fantasma en forma de
agua, su existencia bien podría tratarse de una ilusión extraída
de un sueño, los recuerdos del cual resultan tan lejanos como la
propia infancia.
Al
ir cubriendo mi cuerpo con ropas invernales reparé en lo que me
había convertido por su causa. Antaño había tenido curvas, no
generosas, pero ahí estaban. En aquel momento no sólo estas habían
desaparecido, si no que además mis huesos habían comenzado a
abrirse camino bajo mi piel. Me había consumido.
Me
marché sonriendo hipócritamente, pues así quería que me
recordase. Reparándome a mi misma el daño que él me había hecho.
La nieve y el frío guiarían mi camino de regreso a casa.
(hola de nuevo)