Es lunes treinta y uno. Primer día de la semana, pero último del mes. Suena el despertador y Verónica se levanta como si de una autómata se tratase. Se dirige directamente a la cocina, como todos los días. Vierte un poco de agua en un vaso y extiende la mano hacia su Prozac, sus píldoras de la felicidad. Verónica tiene que medicarse para ser feliz, y aún así no lo consigue. Su hija, la cual está durmiendo profundamente en casa de su bastardo exmarido, había dibujado sonrisas en el envoltorio de sus medicinas. Antes, ese detalle bastaba para arrancarle una débil y agónica sonrisa todas las mañanas, pero ahora no es suficiente. Nada es suficiente. Verónica no puede ser feliz.
Entra en el cuarto de baño y se lava la cara con agua fría. La realidad la saluda cruelmente. Verónica se siente más decidida que nunca.
Se dirige a su dormitorio, abre la ventana y las cortinas vuelan como espectros de una noche de invierno. Se despoja del pijama y se pasea desnuda por su cuarto, en busca de algo que ponerse. Abre el armario. Su vista se clava en un vestido rojo que no usa desde que era una adolescente. Quizás aún le sirva.
Se sube el vestido por los pies, lo acomoda en sus caderas e introduce los brazos en el interior de las mangas. Las costuras se le clavan levemente en los costados, pero Verónica se niega a quitárselo. Se peina la melena frente al espejo y se maquilla sus enormes ojos grises. No se preocupa por su inminente llanto. Verónica es de las que se inundan por dentro.
Se pone en pie, se calza y sale de su piso. Podría dirigirse directamente al muelle, pero antes prefiere pasearse por la ciudad que la han visto crecer. Deambula por las estrechas calles que todavía duermen mientras el sol se alza sobre el horizonte. Cuando se da cuenta, ha llegado a la calle en la que se encuentra el parque en el que ha pasado gran parte de la primera década de su vida. Se sienta sobre el columpio y se mece suavemente, acariciando con la suela de los zapatos las piedras que cubren el suelo.
Contempla el amanecer de un lunes con las muñecas enredadas en la cadena del columpio. Cuando el sol ya se ha alzado sobre ella, se pone en pie, se llena los bolsillos del vestido de piedras y se marcha.
Desfila por las calles anunciándoles lo inminente. Camina durante cerca de un cuarto de hora, siempre hacia la misma dirección: el muelle. No tiene prisa; total, unos minutos más no le harán daño a nadie más que a ella.
Al llegar, se descalza y se sienta en el borde, con las piernas desnudas colgando sobre el mar. Las gaviotas vuelan sobre su cabeza y Verónica las envidia. Volar tiene que ser una forma genial de escapar de la realidad.
Y entonces, sin previo aviso, salta. Escapa de la realidad para siempre. O, al menos, eso es lo que cree Verónica.
5 comentarios:
Me encanta como lo expresas, las palabras, no se e.e
Siempre te digo lo mismo pero todo lo que escribes me gusta mucho xd
Volar definitivamente es un escape a la realidad...
Pero, al menos, nos quedan sueños :]
Laaaaaaaaaaaaya me encanta tio *-*
yo ya te dicho que optes por hacer el itinerario de letras más que el cientifico porque yo quiero que seas escritora.
PD:una vez más apuntarme cosas en la mano me a servido.
laiuu tia mencanta esq dices tdos los detalles cmo si la hubieras visto acerlo nse mencanta cmo escribes tia(L)
tekk .lidiuu (L)
ME ENCANTA LAIA
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