Alguien llamó a la puerta de su habitación.

Alguien llamó a la puerta de su habitación. La primera vez, no lo oyó. La segunda tampoco. La tercera sí, pero no se movió. La cuarta y última vez, no tuvo otro remedio. Se puso en pie, se acercó y abrió la puerta.
El chico que esperaba al otro lado no pudo disimular su asombro. Zezka cubría su menudo cuerpo con tan solo un albornoz blanco, y el pelo rubio caía despeinado sobre sus hombros. Su piel era tan blanca que podía ver las venas de sus piernas. Las uñas de las manos y de los pies, pintadas de rojo. Sus redondos ojos azules delataban cansancio e insomnio, que no se debían tan solo al viaje de avión que había hecho de madrugada.
- Lo que usted ha pedido, señorita -dijo el chico.
- Gracias -respondió Zezka, alargando la mano para coger la bandeja que le había traído.
Cerró la puerta.
El chico siguió allí unos segundos más, mirando el número de la habitación de Zezka idiotamente. 404. Si alguien pasase por allí y le hubiese preguntado que qué diablos hacía, no hubiese sabido responder.
Zezka avanzaba por el corto pasillo de su habitación de hotel deslizando los pies, acariciando la moqueta. Miró la bandeja. “Yo he pedido algo?”. Una taza de chocolate caliente y pastas. No recordaba haberlo hecho. Debía haberlo pedido cuando estaba hasta arriba de Zolpidem. Minutos antes de caer en un sueño autoinducido y poco reparador. Dejó la bandeja en la cama y se dejó caer sobre ella.
Se miró la muñeca, buscando un reloj, pero no lo encontró. Se palpó el cuello, buscando una cadena. Tampoco estaba allí. Se sentó, se echó el cabello hacia atrás y se masajeó la sien. Trató de hacer memoria. Si le costaba tanto acordarse de lo que había ocurrido, era porque había dormido demasiado.
Recordaba haber llegado al apartotel sobre las once de la mañana. No había vuelto a salir a la calle, estaba segura. Por tanto, lo más probable es que se hubiese dado una ducha nada más llegar y se hubiese cascado una dosis doble de somníferos. Para intentar descansar, no para morir, Zezka no era idiota. Y, antes de dormirse, había pedido el desayuno para el día siguiente.
Se puso en pie. Se acercó a la ventana y la abrió. Fue entonces cuando se dio cuenta de que al otro lado del alféizar había otro cristal, mucho más grueso. Anti suicidios. Zezka estuvo a punto de comenzar a reír a carcajadas.
Fuera, en la calle, comenzaba a amanecer. Zezka calculó que había dormido unas veinte horas. Y, sin embargo, se encontraba más cansada que nunca. Le costaba mantener la cabeza erguida sobre los hombros. Había tenido pesadillas. A Zezka no le gustaba admitirlo, pero las tenía más a menudo de lo que le gustaría a cualquiera. Y no se las contaba a nadie porque, lo que en sueños nos parece terrorífico, no son más que cosas nimias cuando abrimos los ojos y nos topamos con la realidad.


Pronto os contaré porqué Zezka está a punto de morir. También os contaré qué pone en el tatuaje que se hizo en la muñeca hace ocho años, y qué cuelga de la cadena que lleva alrededor del cuello. Puede que para vosotros, como las pesadillas para Zezka, os parezcan nimiedades, pero para ella eran cosas muy importantes. Y yo también lo era. Ahora lo sé.